Sentarme cada día y aplacar la herida se convirtió en medicina.
Una vez bien acomodado en un cojín en el suelo, sin resistencias, columna recta, te relajas, cierras los ojos, respiras profundamente y observas bien tu respiración.
Inspirando, el diafragma baja; exhalando, se eleva.
Vas estableciendo plena consciencia en ello, en cada exhalación se expulsan inquietudes.
La calma va instalándose como por arte de magia, es lo que tiene la plena concentración, te aísla de lo mundano, sólo existe el instante sin preocupación.
Y sigues respirando, sin prisa y sin pausa. Incluso notas una vibración en la frente, un poco más arriba de donde empieza la nariz, ahí te concentras, ya no respiras siquiera...
Sientes que no necesitas huir del dolor ni del sufrimiento, que estos generan equilibrio. Que tienes suficiente felicidad para estar satisfecho, suficientes retos para hacerte fuerte, suficientes dificultades para mantenerte humano y suficiente esperanza para seguir adelante.
Nada más. Sólo Silencio. Silencio Interior.
Un tiempo después -que no consigues evaluar a priori-, muy poco a poco, vuelves a tomar consciencia de tu cuerpo, de tu respiración, del movimiento de tu diafragma, de la habitación donde estás, de tus piernas entrecruzadas.
Te sientes realmente renovado, estás en paz y lo has conseguido, otra vez has realizado el viaje quizás más complicado, seguramente el viaje más gratificante: tu viaje interior.